23 mar 2012

Igualdad y movimiento


Progreso, en el lenguaje conservador, significa básicamente crecimiento económico, progresar es prosperar, individual o colectivamente; pero, con uso preferentemente individual en el sentido de avance social (ascenso en la escala social) y económico, más en sentido relativo (con relación a otros) que absoluto. En el habla de la izquierda, el término, que se emplea siempre en su sentido social, significa avanzar en el bienestar, vinculado éste a la igualdad jurídica (extensión de derechos), social (solidaridad) y económica (cierre del abanico de rentas). El progresismo es la actitud que se fundamenta en esta concepción. El corazón de las políticas progresistas ha sido siempre la preocupación por la distribución de las rentas, por su redistribución cuando actúa en el marco del sistema capitalista, haciendo uso de diversos instrumentos, pero fundamentalmente la política fiscal.

Desde finales del siglo pasado se han venido produciendo dos fenómenos paralelos y relacionados entre sí: 1) un incremento de las diferencias en la percepción de las rentas; 2) un paulatino desprestigio del progresismo. La polarización de la riqueza no tiene discusión, es un hecho admitido por todos. Del segundo fenómeno es de lo que me ocupo a continuación.

El descrédito es lógico si desde los años 80 la riqueza se ha ido polarizando, como ha desvelado crudamente la crisis, y las formaciones políticas que se autoproclamaban progresistas no sólo no lo impidieron, sino que parecieron estar encantadas con el sistema, al menos mientras hubo crecimiento. Lo malo es que la descalificación no sólo ha recaído en las entidades políticas o sociales responsables, sino en la propia idea de progreso, tal y como se percibe en la izquierda. Paralelamente ha ido ganando posiciones la creencia de que su semilla es individual y que los que no prosperan son, ellos mismos, responsables por incuria, comodidad o incapacidad para competir, resucitando viejas y equívocas argumentaciones.

Los físicos entienden por situación de máximo desorden, máxima entropía, aquella en la que las diferencias energéticas han desaparecido y se  ha alcanzado la homogeneidad. Entonces el cambio, el movimiento, se hace imposible. De la misma manera, aseguran los “sociofísicos”, la igualdad paraliza a la sociedad porque hace desaparecer los estímulos, que conviven bien con la diferencia, pero que desaparecen con la homogeneidad. La situación de máximo desorden social, de parálisis, sería aquella en que hubieran desaparecido las diferencias de clase y, por tanto, de riqueza.

En el “darwinismo social” nace el otro de los argumentos recurrentes. En naturaleza las especies evolucionan, progresan, en una constante lucha por la existencia, en una competición permanente que permite la persistencia, mejora y proliferación de las buenas cualidades y la desaparición de las malas. La especie humana es el monumento a ese proceso incuestionable de progreso biológico. En sociedad, afirman, los mejor preparados para competir prosperan mientras que los que utilizan medios o recursos inapropiados son penalizados, produciéndose una selección de la excelencia en los individuos, en los recursos, en los valores… que sólo puede generar progreso al conjunto de la sociedad. Así pues, la competencia, que sólo existe en la diferencia, sería el motor del progreso. Los pobres, los derrotados, los marginados en la lucha por la vida tendrían toda la comprensión de los triunfadores, pero de ellos sólo debería ocuparse la caridad, cuidando no alterar el delicado mecanismo natural.

Este discurso que contempla a los humanos y su sociedad en analogía con las leyes de la física, o como seres vivos regidos por las leyes de la biología, extendiéndolas gratuitamente a las relaciones sociales, reaparece con fuerza,  encontrando acogida en variados sectores sociales. Únicamente el recurso a un humanismo  que coloque la solidaridad como valor preferente puede hacer frente a esta marea, que, impulsada por oscuros intereses de clase, nos presenta a la competencia como valor de excelencia y como refrendo el éxito social. A los jóvenes se les adoctrina en esta dirección (atención al diferente papel de la escuela pública y la privada en este asunto), se utiliza al deporte como modelo, que prácticamente siempre es confrontación, exaltando dogmáticamente sus presuntas virtudes educativas, mientras los medios nos muestran la competición en sus mil formas como espectáculo edificante y recurrente…

La solidaridad se diferencia de la caridad en que ésta trata de atender a los fracasados en su desgracia y aquella trata de impedir la desgracia del fracaso. La primera es socialmente conservadora, la segunda social y políticamente transformadora. Por otra parte, no tiene por qué preocuparnos cómo funcione la física o la biología; al fin y al cabo, la vida tiene sus leyes que trascienden las de la física, sin contradecirlas, y la vida inteligente las de la biología, sin impugnarlas.

Sin embargo, si la palabra progreso se vacía de su contenido colectivista, que privilegia la igualdad sobre la diferencia, la cooperación sobre la competencia, entonces sí que deberíamos preocuparnos, ya que eso significaría que la sociedad abandona el interés con el que se construyó ese sentido. Señal de que habremos perdido la batalla fundamental.

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