9 dic 2012

¿Reformar la Constitución?


En los tiempos que corren lo que impera es el pesimismo y yo no soy inmune a la epidemia. Como cualquier hijo de vecino no veo hoy en el horizonte casi nada más que nubarrones. Últimamente ha entrado con fuerza en el debate sobre la solución a nuestros males la reforma constitucional. No es que esté en contra, porque falta hace, es que no creo que se haga nunca.

Ciertamente las constituciones se reforman. Leí en un artículo reciente que la alemana lleva 60 cambios desde su promulgación y ayer un omnipresente tertuliano, las elevaba ciento y pico. No sé quien lleva razón, lo cierto es que han sido muchas, y no es un caso excepcional. Ocurre cuando la constitución se considera un bien de uso, aunque de peculiares características, y no un objeto de culto.

En toda la historia constitucional de España (doscientos años justitos y nueve constituciones) jamás se reformó ninguna. Aquí siempre hemos preferido estrenar. La actual presenta tantas cautelas para su reforma y un proceso tan complejo y tan costoso políticamente para sus posibles promotores que será muy difícil que un partido en el gobierno la emprenda alguna vez. Por supuesto, por el procedimiento de la iniciativa popular es casi imposible. Alegar en contra la facilidad con la que se hizo la reciente reforma impuesta por la UE es una falacia producto de la demagogia o de la ignorancia; el núcleo duro de la constitución está blindado y bien blindado.

Los españoles tenemos con la democracia lo que ahora se llama un mal rollo. Históricamente sólo hemos gozado con ella idilios brevísimos que siempre terminaron como el rosario de la aurora, y como la constitución es el instrumento legal para su implantación, no podemos evitar convertirla en un símbolo. Así que aquello que se hace para ser manipulado, en el mejor sentido, lo convertimos en intocable; de llave que abra la puerta del progreso, en cerrojo que impide el avance.

La constitución de EE.UU., la más antigua del Mundo, consta sólo de tres páginas manuscritas. Un texto mínimo que, por serlo, tiene poco que se contradiga con los usos de los tiempos modernos. Pero, además, se le han ido añadiendo enmiendas por un procedimiento bastante flexible, que duplican ya el texto inicial. El colmo de la flexibilidad lo tiene la británica que nunca fue escrita. Hay casos para todos los gustos, pero el nuestro empieza a parecer tragicómico.

Cuando la elaboramos, la coyuntura política se movía bajo el peso de una reciente dictadura, que los españoles no sólo no habían sabido sacudirse en cuarenta años, sino que muchos (no diré que la mayoría) se habían identificado con ella. La transición no fue el pecado de los políticos de izquierdas del momento sino imposición de la mayoría de compatriotas que se había manifestado en referéndum contra  la ruptura (Ley para la Reforma Política, 18/11/76), haciendo buena la maniobra que preparaban Adolfo Suárez y los políticos reformadores salidos de la dictadura, que pasaban de vestir los uniformes del Movimiento a liderar el proceso democrático, con el asentimiento de los españoles, todo hay que decirlo. No sugiero que la conversión de aquellos no fuera sincera ni útil, sólo quiero resaltar que fue siempre avalada por las mayorías necesarias.

Lo cierto es que en el Congreso que elaboró la Constitución había: una derecha moderada y reformista (UCD), promotora de la reforma; una izquierda también moderada (PSOE), homologada por la socialdemocracia europea; la derecha franquista de Fraga (AP), un poco acoquinada por la desaparición del padrecito; una izquierda más radical, pero básicamente ocupada en lavar la imagen que le había impuesto la dictadura franquista y la deriva soviética (PCE); y unos nacionalismos, fundamentalmente de derechas, para los que la izquierda había conseguido un respeto por encima de su significación numérica en virtud de ciertos escrúpulos democráticos (CIU, PNV). Con este puzle el consenso estaba cantado.

Hoy la UCD ha desaparecido y la derecha toda está integrada en el PP liderado por la facción que procede de la antigua AP; el PSOE vive una de sus crisis existenciales más profundas, gravemente herido por la desafección de los ciudadanos; el PCE apenas si es visible en una coalición cuyas características más notables son la falta de cohesión y la debilidad; los nacionalismos, en cambio, han crecido desmesuradamente tanto en Euskadi como en Cataluña y prácticamente se han situado fuera del sistema en espera de situar sus territorios fuera de España ¿Quién dice que se dan las condiciones para que se consensúe una reforma de la Constitución? ¿Desde cuándo es posible negociar cuando falta el centro, absorbido en la derecha y dilapidado en la izquierda? ¿Cómo controlar a los nacionalismos desbocados?

Se nos ha hecho tarde otra vez, amigos.
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