28 mar 2012

Elecciones andaluzas


La etapa más complicada para el gobierno andaluz fueron los años del gobierno de Aznar. La peculiar topografía psíquica del presidente del PP sometió a la comunidad a una especie de cuarentena, por decirlo suavemente, consecuencia de haber quedado como el único gran bastión del socialismo. Las circunstancias eran muy diferentes a las de hoy: en 1996 Izquierda Unida, dirigida por un líder con aires proféticos, estaba mucho más empeñada en derribar al PSOE de Felipe González que en construir algo positivo. Conviene recordar que en la generales de ese año, que dieron el gobierno a Aznar, la suma de escaños del PSOE e IU era de 162 mientras que el PP sólo obtuvo 156, sin embargo a nadie se le ocurrió sumarlos, pese a las enormes dificultades que tuvieron los conservadores para convencer a los nacionalistas catalanes y vascos de que les apoyaran. La “dulce derrota” de los socialistas consistió más en que se sentían internamente derrotados que en el veredicto de las urnas, que había dado una clara mayoría a la izquierda.

Afortunadamente para los andaluces de hoy ninguno de los dos partidos de la izquierda está dirigido por un líder carismático, ni a nivel nacional ni regional, y es una suerte que ni el posible subidón de uno ni la probable depresión del otro se trasladen a las negociaciones políticas. Cuando falta el carisma hay que echar mano de la racionalidad. Bendita sea.

Es de suponer que el gobierno que surja de las negociaciones PSOE-IU tampoco lo va a tener fácil en esta ocasión. No tanto por la inquina de un presidente (Rajoy no es Aznar) como por el hecho de que está llamada a convertirse en un experimento sobre si es posible oponerse a la política monocorde que impera en España y Europa en este momento y, todo ello, sin que el posible aislamiento en que caiga no le cause más problemas de los que pretenda resolver. Es evidente que para eso se requiere mucha inteligencia política y cálculo preciso. Ni de una cosa ni de otra han dado excesivas muestras un PSOE andaluz cansado de gobernar, minado por mil y una corruptelas y fragmentado por vendettas personales y de facción; ni una IU poco cohesionada internamente y gravemente debilitada por las pérdidas hemorrágicas de su mejor militancia, frustrada, cansada y desorientada.

En cualquier caso los resultados de las elecciones en Andalucía y su consecuencia, que hoy nadie discute, la formación de un gobierno progresista, han supuesto una inyección de moral para la izquierda. El resultado de las urnas puede hacer reflexionar a muchos sobre que no hay derrota más contundente que aquella que nace de nuestro interno convencimiento. El desenlace de las generales de 1996 parece una buena muestra de ello: un Felipe González exhausto por el acoso y derribo a que había sido sometido en su última legislatura, desmoralizado por la corrupción en el seno de su partido, ofuscado por prejuicios, odios y resentimientos contra IU, sin capacidad para ofrecer alternativas, se vio avocado a reconocer la derrota antes de que se produjera realmente. Su partido, fascinado durante años por el carisma del líder, fue incapaz de reaccionar ante su hundimiento.

Hoy en Andalucía se abre una esperanza. Seamos conscientes de que hay enormes dificultades, pero esperemos lo mejor.

23 mar 2012

Igualdad y movimiento


Progreso, en el lenguaje conservador, significa básicamente crecimiento económico, progresar es prosperar, individual o colectivamente; pero, con uso preferentemente individual en el sentido de avance social (ascenso en la escala social) y económico, más en sentido relativo (con relación a otros) que absoluto. En el habla de la izquierda, el término, que se emplea siempre en su sentido social, significa avanzar en el bienestar, vinculado éste a la igualdad jurídica (extensión de derechos), social (solidaridad) y económica (cierre del abanico de rentas). El progresismo es la actitud que se fundamenta en esta concepción. El corazón de las políticas progresistas ha sido siempre la preocupación por la distribución de las rentas, por su redistribución cuando actúa en el marco del sistema capitalista, haciendo uso de diversos instrumentos, pero fundamentalmente la política fiscal.

Desde finales del siglo pasado se han venido produciendo dos fenómenos paralelos y relacionados entre sí: 1) un incremento de las diferencias en la percepción de las rentas; 2) un paulatino desprestigio del progresismo. La polarización de la riqueza no tiene discusión, es un hecho admitido por todos. Del segundo fenómeno es de lo que me ocupo a continuación.

El descrédito es lógico si desde los años 80 la riqueza se ha ido polarizando, como ha desvelado crudamente la crisis, y las formaciones políticas que se autoproclamaban progresistas no sólo no lo impidieron, sino que parecieron estar encantadas con el sistema, al menos mientras hubo crecimiento. Lo malo es que la descalificación no sólo ha recaído en las entidades políticas o sociales responsables, sino en la propia idea de progreso, tal y como se percibe en la izquierda. Paralelamente ha ido ganando posiciones la creencia de que su semilla es individual y que los que no prosperan son, ellos mismos, responsables por incuria, comodidad o incapacidad para competir, resucitando viejas y equívocas argumentaciones.

Los físicos entienden por situación de máximo desorden, máxima entropía, aquella en la que las diferencias energéticas han desaparecido y se  ha alcanzado la homogeneidad. Entonces el cambio, el movimiento, se hace imposible. De la misma manera, aseguran los “sociofísicos”, la igualdad paraliza a la sociedad porque hace desaparecer los estímulos, que conviven bien con la diferencia, pero que desaparecen con la homogeneidad. La situación de máximo desorden social, de parálisis, sería aquella en que hubieran desaparecido las diferencias de clase y, por tanto, de riqueza.

En el “darwinismo social” nace el otro de los argumentos recurrentes. En naturaleza las especies evolucionan, progresan, en una constante lucha por la existencia, en una competición permanente que permite la persistencia, mejora y proliferación de las buenas cualidades y la desaparición de las malas. La especie humana es el monumento a ese proceso incuestionable de progreso biológico. En sociedad, afirman, los mejor preparados para competir prosperan mientras que los que utilizan medios o recursos inapropiados son penalizados, produciéndose una selección de la excelencia en los individuos, en los recursos, en los valores… que sólo puede generar progreso al conjunto de la sociedad. Así pues, la competencia, que sólo existe en la diferencia, sería el motor del progreso. Los pobres, los derrotados, los marginados en la lucha por la vida tendrían toda la comprensión de los triunfadores, pero de ellos sólo debería ocuparse la caridad, cuidando no alterar el delicado mecanismo natural.

Este discurso que contempla a los humanos y su sociedad en analogía con las leyes de la física, o como seres vivos regidos por las leyes de la biología, extendiéndolas gratuitamente a las relaciones sociales, reaparece con fuerza,  encontrando acogida en variados sectores sociales. Únicamente el recurso a un humanismo  que coloque la solidaridad como valor preferente puede hacer frente a esta marea, que, impulsada por oscuros intereses de clase, nos presenta a la competencia como valor de excelencia y como refrendo el éxito social. A los jóvenes se les adoctrina en esta dirección (atención al diferente papel de la escuela pública y la privada en este asunto), se utiliza al deporte como modelo, que prácticamente siempre es confrontación, exaltando dogmáticamente sus presuntas virtudes educativas, mientras los medios nos muestran la competición en sus mil formas como espectáculo edificante y recurrente…

La solidaridad se diferencia de la caridad en que ésta trata de atender a los fracasados en su desgracia y aquella trata de impedir la desgracia del fracaso. La primera es socialmente conservadora, la segunda social y políticamente transformadora. Por otra parte, no tiene por qué preocuparnos cómo funcione la física o la biología; al fin y al cabo, la vida tiene sus leyes que trascienden las de la física, sin contradecirlas, y la vida inteligente las de la biología, sin impugnarlas.

Sin embargo, si la palabra progreso se vacía de su contenido colectivista, que privilegia la igualdad sobre la diferencia, la cooperación sobre la competencia, entonces sí que deberíamos preocuparnos, ya que eso significaría que la sociedad abandona el interés con el que se construyó ese sentido. Señal de que habremos perdido la batalla fundamental.

18 mar 2012

La Constitución de Cádiz


           Mientras en Cádiz los diputados discutían el articulado y redactaban la primera constitución española, en el resto de España muy pocos conocían el suceso. No es que la ocupación francesa del territorio dificultase gravemente la circulación de noticias, que también, es que la inmensa mayoría de los súbditos del calamitoso y destronado Fernando VII desconocían qué era eso de la constitución. Sin contar con que, cuando empezaron a saberlo, la mayoría de esa mayoría abominó de ella. La supuesta popularidad del texto constitucional que llevara a aplicarle el cariñoso apelativo de La Pepa, por el día de su promulgación, es pura ficción, al menos para aquel momento histórico. Ni siquiera el grueso del pueblo gaditano estaba al corriente, ni en condiciones de apreciar lo que estaba sucediendo sobre la nueva planta del Estado que se gestaba en La Isla.
Ante la invasión francesa proliferaron las juntas locales, asumiendo la soberanía perdida por la prematura capitulación de la Corona y la descomposición y sumisión de los descabezados aparatos del Estado ante el invasor.  Con reticencias acabaron por delegar en una Junta Central, que, a su tiempo, nombró una regencia que convocó cortes.
El rechazo de las abdicaciones reales, conducía al hallazgo de la verdadera fuente de soberanía, el pueblo, entrando, casi sin quererlo, en un proceso revolucionario, al que se vio necesario enmascarar con ropajes tradicionales. Como ocurriera en Francia en los inicios de la revolución, la convocatoria a cortes planteó la disputa sobre si habría de adoptar el formato tradicional por estamentos, o la forma unicameral que defendía el liberalismo. Ciertas maniobras de los liberales, el agobio que generaban los éxitos militares franceses y la constatación de la presencia abundante de clérigos y nobles aunque fuera por el tercer estado, acabó con la polémica y se aceptó la unicameralidad.
Las disputas sobre la soberanía, la legitimidad de las cortes para la tarea constitucional y los principios revolucionarios que florecían en el articulado del texto constitucional, así como en la legislación ordinaria de las cortes, produjo una dialéctica que sólo era capaz de mantener y entender una exigua minoría ilustrada y concienciada políticamente. Al pueblo lo movían, aparte las dificultades cotidianas en situación tan anómala, la emoción por la pérdida de sus soberanos, la irritación por la presencia y brutalidad de tropas extranjeras y la indignación y el miedo por sus principios religiosos presuntamente amenazados por unos revolucionarios agresores (franceses), secuaces del demonio, según las prédicas del clero.
Hasta tal punto es así que hasta los más radicales diputados disfrazaron sus argumentaciones en los debates buscando justificación y precedentes para sus principios revolucionarios nada menos que en las Partidas de Alfonso X o en textos más antiguos aún, en un ejercicio de malabarismo histórico admirable. Ni los revolucionarios franceses ni los americanos hubieran entendido tal actitud, que aquí se explica por su falta de arraigo social. Sin embargo en las cortes gaditanas tuvieron la mayoría suficiente para sacar adelante una constitución muy liberal y una legislación no menos avanzada.
Un observador actual no entiende bien que unos diputados elegidos  puedan tener un divorcio tan radical entre sus intereses políticos y los de los electores y además perseveren en ellos sin plantearse problemas de conciencia. Consideremos que la elección se hizo por un procedimiento indirecto en tercer grado[i] lo que explica que los electores compartieran bien poco con los elegidos y que estos fueran extraídos de entre los junteros, de la minoría ilustrada, y de la nobleza y la iglesia. Actuaban a sabiendas de que sus ideas no encajaban con las de sus electores, pero el paternalismo que subyacía  en el movimiento ilustrado les llevaba a buscar, según su criterio, la felicidad del pueblo aun en contra de la voluntad de este. Además algunos diputados no consiguieron llegar (especialmente americanos) por lo que fueron sustituidos por suplentes elegidos de entre sus paisanos establecidos en Cádiz, ciudad de ambiente burgués y liberal, como otras con puertos muy activos. Así pues, ni por la extracción social ni por la ideología tenía parecido alguno el ambiente de las cortes con el general de la sociedad española.
En 1814, antes de que hubiera tenido oportunidad de aplicarse, la Constitución fue abolida por el recién repatriado Fernando VII, con más apoyos que rechazos. En 1820 un golpe militar (Riego) la restauró, para ser abolida en seguida (1823). En 1836 otra asonada militar (Motín de la Granja) forzó a la regente Mª Cristina a restaurarla de nuevo, pero las cortes encargadas de actualizarla redactaron una nueva (Constitución de 1837). Tuvo cierta repercusión e influencia internacional, en algunos de los nuevos estados americanos y en Europa.
La Constitución de 1812 resultó pues fallida y su verdadero valor fue simbólico, pero como suele ocurrir en estos casos ha sido mitificada y exagerados sus valores y su repercusión. En todo caso fue un monumento a la ideología liberal (con sus disonancias) y al contrasentido de querer aplicarla en un país de estructuras y mentalidad casi feudales. Como es sabido, iniciar las casas por el tejado plantea muchos problemas y, en este caso, la Constitución no tuvo tiempo ni oportunidad de construirse una base social que la sostuviera.


[i] Los varones mayores de 25 años, “con casa abierta” elegían en la junta de parroquia compromisarios para la de partido y estos a su vez para la provincial donde se elegía al diputado.
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13 mar 2012

De romanos y modernos


           El botín de que disfrutan los más poderosos en cualquier formación social es apetitoso e irritante; por eso la lucha de clases no es el invento de un alucinado, sino el movimiento real de la sociedad en cualquier momento histórico. Las situaciones conflictivas son por tanto normales, pero mientras la mayoría provocan cambios mínimos, algunas anuncian transformaciones sustanciales que perdurarán durante siglos y afectarán drásticamente a la  sociedad en cuestión


          En la antigua Roma los ciudadanos, que eran todos los varones a excepción de los esclavos, se organizaron políticamente como soldados en centurias; su asamblea (Comitia centuriata) elegía a los principales magistrados de la república, votando por centurias (un voto cada una). El procedimiento era perfectamente democrático, pero los poderosos acabaron organizando las centurias según la renta y como a las categorías más altas se adjudicaron más centurias la mayoría quedó en sus manos. La plebe descontenta empezó a reunirse aparte (Concilium plebis) haciéndolo ahora por distritos (tribus) de donde le vino la denominación de Comitia tributa. Esta nueva asamblea fue ganando funciones a costa de la anterior y cuando se convirtió en decisiva ya los poderosos la habían conseguido dominar por el procedimiento de ir agregando distritos de la periferia, donde solían residir los potentados (en villae, villas), a los cuatro barrios urbanos iniciales hasta conseguir mayoría. La exacerbación de la lucha de clases hizo que los últimos tiempos de la república fueran de guerra civil, lo que acabó con cualquier resto de democracia.

A los poderosos, como clase preeminente, les resulta indiferente el régimen político siempre que no amenace su posición. La democracia es sin duda el más peligroso para ellos, pero también el más atractivo porque puede frenar la protesta social por el espejismo que crea el ejercicio del voto, mientras se mantienen intactos los mil procedimientos para controlarla en lo decisivo. El poder económico es la llave para conseguirlo, un plus que se suma al voto de los miembros de las minorías hegemónicas (a los teóricos de la revolución social, en tiempos modernos, no se les escapó este fenómeno: pensaron que sin neutralizar previamente ese plus de poder de las clases dominantes la democracia era imposible; de ahí conceptos como “destrucción del Estado” -anarquistas- o “dictadura del proletariado” -marxistas-).

A partir del siglo I la aristocracia romana ya no jugó más con la democracia y optó por el ejercicio despótico del poder, ensayando, como blindaje, su sacralización progresiva. Al principio una consagración civil, valga la expresión, pero, en seguida (siglo IV), las iglesias cristianas se prestarían a cumplir ese cometido con extraordinaria eficacia. Se había puesto en marcha un sistema de coerción ideológica que perduró intocable hasta el XVIII.

 Por supuesto, volviendo a nuestros tiempos, el anarquismo nunca logró la destrucción del Estado por mucho que atentara contra él y la dictadura del proletariado quedó en trágica caricatura. Con acierto, las clases dominantes habían optado, como en la antigua Roma, por aceptar los modos democráticos ofreciendo pactos que, al encontrar interlocutores entre sectores potencialmente revolucionarios, inauguraron una “tercera vía”, espejismo que nos mantuvo entretenidos casi un siglo y especialmente las últimas décadas. Hoy nos enfrentamos de nuevo a la escalada del poder de una nueva variante de las clases dominantes, la minoría financiera, que aprovecha la crisis, que ella misma ha provocado con su desmedida acción depredadora, para consolidar posiciones.

La ofensiva es económica (endeudamiento del Estado democrático, supuestamente neutral y benefactor; succión de rentas por el capital, etc.), política (pérdida de soberanía del Estado en beneficio del mercado y sus instrumentos internacionales por medio de la coacción y el chantaje) e ideológica (asunción por las masas del discurso neoliberal, previo desprestigio y deslegitimación de sus representantes políticos y sociales).

Nada nuevo si vemos el fondo de la cuestión: la vieja lucha de clases y el manido procedimiento de aceptar la democracia pero vaciando de poder a sus instituciones. Desconcertantemente nuevo si atendemos a las condiciones específicas de la situación real, que no permite echar mano de viejas armas y recursos.

Como muchos, creo saber lo que pasa y puedo entrever hacia dónde vamos probablemente sin demasiado margen de error, pero, como tantos, soy incapaz de ver como se para esto. Sólo se me ocurre que echarse en manos de los que están provocando la situación es simplemente suicida; podríamos estar creando condiciones semejantes  a aquellas que permitieron los dos mil años de sumisión incuestionable que inauguraron los romanos del siglo I… pero todo muy moderno, claro, sin togas ni sandalias atadas a las pantorrillas.

8 mar 2012

Escocia

           Existe en Escocia un nacionalismo creciente que reclama cada vez mayor autonomía respecto del Reino Unido. La actual demanda de un referéndum en el que se pregunte a los escoceses si desean seguir como ahora, aumentar la autonomía o separarse, ha tenido la sorprendente, para nosotros, respuesta de Cameron, aceptando la consulta para 2014 pero sólo con las opciones de la permanencia o la salida del Reino Unido.
España y el Reino Unido tienen parecidos notables. Ambos países se gestaron como estados-nación en torno a las mismas fechas y fueron el resultado de una federación o confederación de estados que gravitaron en torno a uno de ellos más potente: En España Castilla, en el Reino Unido Inglaterra. Empezaron a diferir en una cuestión que resultó básica, el poder de los monarcas. En Gran Bretaña, por diversas circunstancias, el Parlamento de Londres mediatizó cada vez más las decisiones de los soberanos; aquí las cortes de Castilla habían sido sometidas en el XVI y las de la corona de Aragón de modo radical desde principios del XVIII.

Consecuencia de esa diferente evolución fue la distinta forma de fusión de los estados medievales en los dos estados-nación modernos. En la Península Ibérica la inflación del poder monárquico acabó barriendo las “libertades” de los antiguos reinos e imponiendo la uniformidad por la fuerza a principios del XVIII (Decretos de Nueva Planta, 1707/1715). En las Islas Británicas, aunque las relaciones entre Inglaterra y Escocia habían sido más turbulentas que las de Castilla con Cataluña (o la Corona de Aragón de la que era parte), el parlamentarismo creciente impuso la negociación que se materializó en un Tratado de la Unión que integró a Escocia y Gales, también a principios del XVIII (1707).

Entre nosotros, la imposición de la unidad y el centralismo “manu militari”, confirmada en tres momentos dramáticos, 1640 (Revuelta Catalana), 1700/15 (Guerra de Sucesión), 1936 (Guerra Civil), hace que el movimiento nacionalista cree una tensión cargada de emoción y de incomprensión. Desde el punto de vista españolista una consulta en referéndum se presenta como aberrante. Por supuesto, ni la Constitución ni los estatutos lo prevén. Para muchos no sería sino un atentado de lesa patria.

En Inglaterra las aspiraciones escocesas sólo pueden suponer una denuncia o revisión del Tratado de la Unión, a lo que, como es lógico, tienen derecho ya que la unión se hizo en el marco de un acta parlamentaria perfectamente revocable y el referéndum se ve como la vía más adecuada. A pesar de que la separación, de producirse, sería un duro golpe para el Reino Unido, las circunstancias históricas en que se gestó la unión y la situación presente han permitido al gobierno actual lanzar el órdago del sí o no a la unión, sin medias tintas, rechazando la postura moderada de mayor autonomía, que es la que seguramente tendría mayor aceptación entre la ciudadanía y es la preferida por la administración escocesa, pero que el gobierno de Cameron está dispuesto a evitar precisamente para no verse envuelto en la espiral nacionalista en que estamos enredados aquí a propósito de vascos y catalanes.

En los últimos tiempos el fútbol español ha superado en virtuosismo al británico, de donde procede; ojalá en política alcanzáramos la “finezza” y el realismo con que  se mueve la inglesa en asuntos tan sumamente delicados.

5 mar 2012

Igualdad y crecimiento


La igualdad no tiene buena prensa. En tiempos históricos sugerir que todos los hombres éramos iguales podía ser un insulto y, desde luego, algo siempre políticamente incorrecto. El Evangelio nos había hecho a todos hijos de Dios, pero no iguales; es más, predicaba la iglesia resignación a los pobres porque, si había desigualdad, Dios la habría querido y era pecado de soberbia intentar deshacer su voluntad. La revolución burguesa, que elevó la igualdad por primera vez a la categoría de valor social fundamental, le adjudico como símbolo el color blanco (el azul a la libertad y el rojo a la fraternidad) que es un no color; en cualquier caso se refería a la igualdad ante la ley, pero nada más. Fue preciso que los últimos de la fila decidieran ganar su futuro por sí mismos para que la igualdad, sin peros, se convirtiera en bandera plausible. Sólo plausible, que no realizada, ya que la revolución obrera terminó en fiasco tanto en Europa como en Asia, en donde la permanencia en el poder del Partido Comunista Chino ha dejado de  significar algo en lo que a justicia social se refiere.

Si en el pasado la desigualdad se aceptaba como natural, fruto del capricho de los dioses, de las responsabilidades de los antepasados, de la de uno mismo en vidas anteriores, o, en nuestra cultura religiosa, de la voluntad inescrutable de Dios, hoy se justifica y defiende considerándola motor de la economía. Para los economistas ortodoxos, que los ricos ganen cada vez más tiene ventajas para todos: en primer lugar, porque es un acicate insustituible para el esfuerzo y la inventiva requeridos para la prosperidad individual y social; después, porque provoca la acumulación de capital en manos de quien sabe invertirlo. La injusticia, por la desigualdad derivada, es un daño colateral; pero, también es justo el premio para los que saben encontrar el éxito. Reza pues, el aserto capitalista tradicional que la desigualdad es más eficiente.

Planteadas así las cosas sólo cabe demostrar que no es verdad que sea más eficiente, o que la eficiencia no es el máximo valor. Yo no me siento capaz de demostrar casi nada, pero sí de plantear algunas dudas.

La realidad nos muestra que los países más prósperos y que con más holgura están haciendo frente a la crisis son aquellos que tienen sociedades más igualitarias (nórdicos). Pero hay más, un estudio reciente (David A. Moss y Robert Reich) ha puesto de manifiesto que 1928 y 2007 son los dos años en que mayor fue la desigualdad de rentas en USA, justo en vísperas de los dos crack más monumentales de su historia. De hecho no necesitamos a ningún gurú de la economía para entender que el aumento de las clases medias (igualación social) aumenta el consumo y mueve la economía productiva, mientras que el enriquecimiento extra de los ricos, no,  porque sus excedentes de capital van a parar a la especulación, ya que poco más pueden consumir, y en la especulación financiera se dan rendimientos máximos. Corroborando esto, uno de esos gurús, Martin Wolf, ha afirmado recientemente desde su plataforma en Financial Times que la desigualdad no sólo es injusta, sino también ineficiente.

Valga lo anterior sin salirnos del marco del capitalismo al uso.

En los antiguos países comunistas la igualdad de rentas era notable, porque el abanico salarial estaba muy cerrado y no cabían grandes ingresos por actividades privadas. De hecho, esto generaba el problema de la falta de estímulos en los trabajadores, lo que se intentó combatir con el estajanovismo, que tuvo cierto éxito mientras duró el ardor revolucionario de los primeros momentos. Después la relajación en la productividad y la falta de innovaciones por la inexistencia de la competencia fueron creciendo y se convirtieron en un lastre para poder seguir el ritmo de los países capitalistas. Probablemente fue la causa principal de su hundimiento final.

Puestos a competir un sistema con el otro, el capitalista, basado en la acumulación de capital en pocas manos, fue más eficiente, y el comunista, centrado en la máxima igualdad de rentas,  desapareció.

La cuestión es: ¿Qué preferimos, la eficiencia económica o la justicia social? La eficiencia del capitalismo lleva a un crecimiento espectacular (el propio Marx lo reconoció en las primeras páginas del Manifiesto...), pero: 1) polariza la sociedad entre ricos y pobres por mucho que mantengamos la vigilancia; 2) el crecimiento no puede evitar las crisis, en las que aumenta desmesuradamente el sufrimiento de los desfavorecidos; y 3) tan acelerado como el crecimiento es el agotamiento de los recursos y la degradación del medio, hasta el punto de que, ya en los años 70, ante el presentimiento de una catástrofe ecuménica, se propuso el crecimiento cero.

Así pues, si la solución es frenar el crecimiento, principal virtud del sistema, ¿por qué no optar por otro socialmente justo, pero que “adolece” de un crecimiento mesurado? La respuesta es obvia: porque nos lavaron el cerebro y porque, aunque hayamos resistido el fregado, no tenemos los recursos o ignoramos las tácticas para imponer nuestros intereses. El dilema de siempre.