20 sept 2013

De la transición a la secesión

En los años de la transición algunos pensábamos que el nacionalismo periférico (vasco y catalán), aliado en la lucha contra la dictadura, debería haber obtenido la satisfacción de sendos referendos en sus respectivos territorios, que hubieran aclarado definitivamente su anclaje en el Estado. Es obvio que en aquellos momentos el voto secesionista no hubiera superado el 25% en el mejor de los casos. Una parte importante de la izquierda abogaba por esta solución. Pero precisamente porque los unitarios a ultranza eran una aplastante mayoría se opto por ningunear esa opinión, optando por hacer de la negación una cuestión de principios. La semilla de la frustración nacionalista quedaba sembrada.
Como en otras frustraciones democráticas de la transición (depuración de los aparatos del Estado, forma de gobierno…) la causa hay que buscarla en la debilidad política de los demócratas que no habían logrado rescatar a las masas del magma franquista en que dormitaba. De hecho, la élite ilustrada y prodemocrática franquista organizada en la UCD, en ningún momento perdió la dirección del proceso. Sin embargo, cabe preguntarse si de haberse dado el supuesto del párrafo anterior no nos habríamos ahorrado unos centenares de muertos por el terrorismo y, por descontado, no tendríamos ahora a la vista el horizonte de la muy probable secesión catalana.
Echar la culpa a los políticos de la transición es una sandez. Hubo políticos de todas las tendencias como es normal e inevitable en democracia, lo que ocurre es que algunos obtienen apoyo popular suficiente y otros no. En aquel momento las inercias del franquismo arrastraban a la mayoría de la sociedad española, que no supo sacudírselas. Podemos alegar mil y una atenuantes pero las verdaderas responsabilidades estuvieron ahí; el mismo lugar donde están hoy, por supuesto.
El problema de la democracia es que es un sistema que no sólo no oculta los conflictos sino que además carga la solución en los ciudadanos que se ven impelidos a tomar decisiones (algún psicólogo social ha hablado del miedo a la libertad). La dictadura libera a la sociedad de esas inquietudes, y si es de corte fascista, como la franquista, ofrece el mito de caminos abiertos desde orígenes legendarios y supuestamente fijados por un relato histórico igualmente fantasioso. El pueblo sólo tiene que dejarse llevar y “no meterse en política”. Situación muy apetecible para muchos a cambio de una liberación de responsabilidades, que, faltaría más, sólo es aparente.
Esto hizo que la transición tomara los caminos que tomó, que los nacionalismos periféricos fueran ninguneados o trivializados en la conciencia de las mayorías nada más normalizada la situación política, que se neutralizaran los logros descentralizadores con la generalización de las autonomías… y que se cayera en nuevas contradicciones cargadas de futuro: los políticos vascos y catalanes se convertían en decisivos en la confrontación PP/PSOE, pero a la vez tenían cerrado el paso a la alta dirección del Estado por su condición de nacionalistas. Para ver la explosión sólo había que esperar a que la presión pasase la línea roja.
Ahora, con la desarticulación del Estado tricentenario (cuento desde 1714, fecha en la que se puede situar la pérdida definitiva de la condición de Estado para Cataluña) a la vista, la perplejidad nos paraliza. Nunca nos habíamos tomado en serio que una España democrática, si de verdad lo era, tenía que resolver en primer lugar el problema territorial: aquí, a diferencia del Reino Unido, la unidad no vino como resultado de la negociación o de la voluntad popular. El intento de la autonomías fue bien intencionado, pero los viejos fantasmas del autoritarismo, del españolismo ultra, de la ley del más fuerte, a la que tan inclinados somos, acabó por retorcer el proceso hasta convertirlo en inútil. Desde ciertas posiciones se intenta hoy, acuciados por las amenazas, retomar el proceso con el recurso al federalismo (cambiar las palabras surte efecto a veces). Mucho me temo que sea tarde.


1 comentario:

Mark de Zabaleta dijo...

Un gran artículo.


Mark de Zabaleta