16 nov 2013

Desenterrando la Biblia

Los cinco primeros libros de las Sagradas Escrituras, que los cristianos llaman Pentateuco y los judíos Tora, contienen el germen de las tres religiones abrahámicas (judaísmo, cristianismo e islamismo). Son sin duda los escritos que han ejercido una mayor influencia en la historia de la humanidad, considerando que los evangelios y el Corán son algo así como la ampliación y actualización de la revelación, según cristianos y musulmanes. Muchos millones de personas creen todavía hoy que han sido inspirados por Dios y que, por tanto, encierran las verdades fundamentales que han de guiar la vida de los hombres. Sin mencionar que han constituido la médula ideológica en torno a la cual se han levantado dos grandes civilizaciones, la cristiana y la islámica
Con el renacer del espíritu científico en tiempos modernos empezaron a manifestarse contradicciones entre lo revelado y los logros de la ciencia. En el S. XVII (*) se acabó de romper la maraña de mitos basados en el platonismo y las Sagradas Escrituras en torno a la arquitectura del universo, proceso iniciado por Copérnico y Galileo. La astronomía se desligó de la teología y la supuesta verdad revelada. En el XIX Darwin mostró una explicación científica impecable sobre por qué estaban en la Tierra la multitud de especies vegetales y animales, incluido el hombre. Todavía hoy colea la conmoción sobre las conciencias religiosas que no acaban de encajar esta nueva dentellada a la “revelación”. Los progresos de la neurociencia en nuestros días arrincona sin remisión la creencia en la tradicional dualidad cuerpo/ espíritu, también de raíz platónica y de amplio desarrollo en las religiones del Libro.
Todo esto han sido avances de la ciencia positiva, difíciles de contradecir por su evidencia y posibilidad de comprobación, aunque aún así se cuestionen. Hoy son las ciencias sociales las que conforme se dotan de mayor rigor científico van planteando nuevas contradicciones.
He terminado de leer ¨La Biblia desenterrada” de Israel Finkelstein y Neil A. Silberman, ambos arqueólogos e historiadores de la antigüedad y judíos, el primero de nacionalidad israelí y el segundo de Estados Unidos. Se editó por primera vez en 2001 (España, 2003 Ed. Siglo XXI).
Como es sabido el Pentateuco encierra un relato sobre el origen y andanzas del pueblo judío en su alianza con Yahveh. Desde el siglo XVIII y especialmente en el XX, impulsados por el nuevo estado israelita, han proliferado los trabajos arqueológicos buscando confirmar el relato bíblico (especialmente algunos puntos, como la conquista de Canaán, la tierra prometida, que justificaría a sus ojos la ocupación actual de Palestina por el nuevo Estado). Lamentablemente, casi siempre se partía de la veracidad de los escritos, así que se abandonaban las vías que no condujeran a esa conclusión y se interpretaban precipitadamente y se pasaban por alto o tergiversaban otros datos de diverso tipo. La presión ideológica era demasiado fuerte sobre el impulso científico y muchas veces se impuso sobre él. Un ejemplo clásico fue la publicación en los 80 de “Y la Biblia tenía razón” de Werner Keller, periodista metido a divulgador científico, en el que se recopilaban multitud de hallazgos arqueológicos interpretados con un desparpajo y tendenciosidad sorprendentes. Pero lo cierto es que alcanzó una enorme difusión que se unió a la filmación de grandes superproducciones de tema bíblico tratados desde un punto de vista judío conservador, como corresponde al capital que controlaba el medio cinematográfico estadounidense. Una lluvia gruesa que tenía la doble intención de calar hasta la médula la capacidad de conocimiento de las masas y, de paso, lucrarse difundiendo lo que quería oír y ver.
El libro de Finkelstein & Silberman, impecable, riguroso y ameno llega a conclusiones que han producido escándalo en ambientes conservadores y fundamentalistas judíos y cristianos (algo menos a los católicos a los que su iglesia mantuvo siempre alejados de la lectura del Antiguo Testamento). Su conclusión fundamental es que los textos no son tan antiguos como se decía sino que proceden en su totalidad del S. VII a C., concebidos y redactados en el entorno sacerdotal e intelectual de Josías, rey de Judá, como parte de un plan para crear una ideología nacionalista en el momento en que había desaparecido su rival, el reino de Israel, en manos asirias. Para ello se utilizaron con habilidad relatos, cuentos, leyendas del acervo propio, pero también del común en el mundo mesopotámico.
Ni siquiera se retrocedió ante la simple invención del mundo de los patriarcas y de ellos mismos, de los que exhaustivos trabajos arqueológicos y de rastreo de fuentes contemporáneas no han podido hallar la más mínima huella. Lo mismo puede decirse de la esclavitud en Egipto y del éxodo acaudillado por Moisés, pese a que el marco en que se supone que se desarrolla abunda en textos de todo tipo, mudos para el caso que nos ocupa; los 40 años de tránsito por el Sinaí no dejaron huella alguna ni en los fuertes egipcios que vigilaban las rutas practicables ni en lugares de posible acampada (oasis). La fulminante conquista de Canaán, la tierra prometida, no sólo parece una ficción absoluta sino que los propios judíos seguramente no eran sino cananeos, según demuestran los autores. De la monarquía unificada y los esplendores de David y Salomón apenas si queda la existencia de una dinastía davídica reinando sobre un mundo rural de aldeas insignificantes a años luz de la riqueza y el poder que se supone a los míticos monarcas.
En fin, toda una invención de la tradición, que diría Hosbawm, para consumo de un Estado necesitado de una ideología unificadora y galvanizadora, a la que los avatares de la historia otorgó un destino desproporcionado a sus orígenes. El propio Josías volvería a su tumba fulminado por la sorpresa.
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(*) Kepler

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