4 oct 2015

Tormenta perfecta

Se puede asegurar que los años que se abren con la Transición no tienen paralelo en la historia de España. Probablemente no es sólo mérito del proceso que se inició en el 75: la evolución mundial y del entorno es una corriente que arrastra; pero hubo entonces una clara voluntad y el innegable acierto de marchar con la corriente, y hasta de ganar posiciones en el camino. Jamás habíamos protagonizado nada parecido. Sin embargo el éxito no se gestionó bien y el primer tropiezo importante resucitó los fantasmas del derrotismo que aún vagaban cerca.

Ser viejo tiene algunas ventajas (ínfimas si se comparan con averías e inconvenientes), como, por ejemplo, un cierto control de la perspectiva. A los jóvenes, con frecuencia, los árboles les escamotean el bosque, y este tiempo, por mucho que abunden los viejos, lo hegemoniza la juventud. Eso explica que ante el impacto de la crisis, que a ellos les ha golpeado con más dureza que a nadie, hayan promovido y aupado con éxito movimientos cuyo discurso se centra en la negación de los logros de la Transición y una ‘reinvención’ de la democracia, con fórmulas desechadas tras cada sarampión revolucionario en el transcurso de los últimos doscientos años (como benéfica herencia de esta reiteración en la dialéctica revolución/reacción hemos obtenido una evolución ininterrumpida y positiva del sistema).

Lamentablemente, entre los trastos heredados de la Transición, que ahora se tiran a la basura está el mejor intento de resolver el problema territorial que ha parido nunca nuestra historia. Que su salvaguardia haya quedado en manos de la derecha conservadora, en declive en este momento, sólo nos habla de la gravedad de la situación.

Soy de los que opinan que el problema catalán, por mucho que tenga sus propias raíces, ha explotado con los mismos detonantes que el resto de los populismos que arrasan en España. Lo que ocurre es que si estos pueden ser más o menos efímeros, aquel deja huella duradera en las conciencias; siembra la semilla del nacionalismo que, como cualquier creencia, trasciende los tiempos de la política. Muchos independentistas que se declaran no nacionalistas (izquierdistas que intentan huir de la contradicción socialismo-nacionalismo) tienen este origen, pero no sabemos cuál será su futuro, o si cuando se enfríe su secesionismo no será ya tarde.

Alucino por la frivolidad con que se afronta el problema: los jóvenes catalanes ‘indignados’ porque confunden España con el gobierno del PP, como antes, otra generación, con el franquismo (con los nacionalistas vascos cultivaron una idea de la Guerra Civil como un enfrentamiento entre España y ellos); la derecha ‘nacional’ porque se empeña en mantener ‘impasible el ademán’ y no hace el mínimo esfuerzo por comprender el problema; la izquierda por un vacilante y desconcertante coqueteo que sólo muestra su anemia de ideas en éste y otros terrenos; los muchos inmigrantes de segunda y tercera generación que han sido fáciles víctimas de la ‘fe del converso’; la vacilación de la burguesía catalana que no acaba de aclararse sobre qué le perjudicará menos.

Lo cierto es que entre frivolidades, incomprensiones, falsos análisis, traumas de la infancia e intereses inconfesables caminamos sonámbulos hacia la tormenta perfecta.



1 comentario:

Mark de Zabaleta dijo...

"La juventud es un disparate; la madurez, una lucha; la vejez, un remordimiento"... (Benjamín Disraeli)

Y era político...

Saludos